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El visionario
PIEDRA DE TOQUE. Giambattista Piranesi,
gracias a sus aguafuertes y diseños, llegó a ser uno de los más grandes
artistas del siglo XVIII, que crecería más y ejercería una influencia
mayor después de muerto
Soñó toda su vida con ser arquitecto, actividad a la que consideró
“una profesión divina”, y orgullosamente firmó todos sus libros como
“Giambattista Piranesi, arquitecto veneciano”, pero la única obra que
llegó a diseñar y ejecutar fue la restauración de la iglesita de Santa
María del Priorato, en el Aventino, que le serviría también de tumba.
Su maestro en la técnica del aguafuerte, en Roma, Giuseppe Vasi,
debió decepcionarlo mucho cuando le dijo que no tenía aptitudes para ser
un buen artesano grabador porque era “demasiado artista” y debía
dedicarse más bien a la pintura. Pero tenía razón, porque un grabador en
aquellos tiempos, mediados del siglo XVIII, era sobre todo un diestro
técnico fabricante de imágenes en serie a las que se consideraba, por lo
general, en la periferia de lo artístico. Felizmente, Piranesi, que,
además de malhumorado, inconforme y polémico, era terco, persistió, e
hizo bien, porque convirtió el aguafuerte en un arte tan creativo y
osado como la pintura y la escultura. Él, gracias a sus aguafuertes y
diseños, llegó a ser uno de los más grandes artistas de su tiempo y uno
de los que crecería más y ejercería una influencia mayor después de
muerto.
La muestra que se exhibe de él ahora en Madrid, en CaixaForum, “Las artes de Piranesi, arquitecto, grabador, anticuario,
vedutista
y diseñador”, es extraordinaria. Tiene, entre otros, el mérito de
mostrar buen número de los objetos que Piranesi concibió y diseñó pero
nunca llegó a ver materializados, pues eran demasiado excéntricos e
insólitos para el gusto de sus contemporáneos. Los ha producido, con
escrupulosa fidelidad y utilizando la tecnología más avanzada, el
laboratorio madrileño Factum Arte que dirige Adam Lowe. Esos
candelabros, trípodes, sillas, chimeneas, adornos, apliques, jarrones en
los que Piranesi dio rienda suelta a su desbocada fantasía y su amor
por las civilizaciones del pasado —Roma, Egipto, los etruscos— fascinan
casi tanto como las invenciones carcelarias que lo han hecho famoso o
las
Vistas de esa Roma de los siglos grandiosos que él creyó documentar en sus grabados cuando en realidad la rehacía e inventaba.
Esos objetos constituyen una representación fantástica. No hay en
ellos asomo de realismo, pese a estar constituidos de fragmentos,
símbolos y otros ingredientes del pasado histórico y arqueológico. Pero
estos materiales han sido combinados y reconstruidos con tanta libertad y
siguiendo unos patrones de gusto y belleza tan personales que se han
emancipado de sus fuentes y alcanzado plena soberanía. Lo que en ellos
destaca es la imaginación desalada y la maestría formal de su inventor,
que era capaz de abandonarse a los delirios más rebuscados sin perder
jamás el gobierno de aquel simulacro de desorden al que daba coherencia
un orden secreto. Cada uno de estos objetos es un verdadero laberinto
hecho de simetría, intuición y desacato a los cánones establecidos en
que se vuelca una vida profunda, aquella que, como escribió Goya,
produce “el sueño de la razón”. Como los poemas “oscuros” de Góngora o
los monólogos interiores de Joyce, los artefactos domésticos que
fantaseó Piranesi son testimonio de esa dimensión de la vida que
llamamos el inconsciente. Estos delirantes muebles o adornos que ahora
podemos ver (y hasta tocar), Piranesi sólo pudo soñarlos.
Los artefactos domésticos que fantaseó son testimonio de esa dimensión que llamamos inconsciente
Le apasionaban las piedras antiguas, las ruinas, los caminos
imperiales medio desaparecidos por la incuria de la gente y la fuerza
destructora de la naturaleza, los monumentos víctimas de la usura del
tiempo, y seguía con hipnótica perseverancia las excavaciones
arqueológicas que iba revelando a pocos aquella antigüedad de la que
vivió siempre prendado. Sobre todo, los hallazgos en torno a la
civilización etrusca lo deslumbraron y toda su vida sostuvo, aun en
contra de la evidencia histórica, que aquella, y no la griega, habría
sido la fuente cultural de la civilización romana. Muy sinceramente
creyó que el casi millar de grabados que produjo tenían como fin salvar
de la desaparición y el olvido de las nuevas generaciones, esos
edificios, templos, puentes, arcos, pórticos, sepulcros, murallas,
caminos, pozos, tuberías, que atestiguaban sobre la grandeza histórica y
artística de los antiguos romanos. Pero, era más fuerte que su
voluntad: cuando se ponía a diseñar en el papel o a pasar el buril sobre
la plancha de cobre, su imaginación estallaba y hacía tabla rasa de la
objetividad de sus propósitos. Al final, lo que resultaba era un mundo
tan suyo como si lo hubiera inventado de pies a cabeza, sin necesidad de
esos modelos a los que pretendía ser fiel, pero a los que su genio y
sus pulsiones secretas transformaban, imprimiéndoles un sesgo
absolutamente propio.
Era un realista visionario, a la manera de Goya, como lo señala Marguerite Yourcenar en el luminoso ensayo que le dedicó
(El cerebro negro de Piranesi).
(Dicho sea de paso, pocos artistas han inspirado a tantos escritores a
escribir sobre ellos y su obra como Piranesi, desde Thomas de Quincey
hasta Aldous Huxley, pasando por Coleridge, Victor Hugo y André Breton).
Yourcenar se refiere específicamente al sutil parentesco que existe
entre las
Carceri del veneciano y los frescos de la Quinta del
Sordo del aragonés, pero sin duda las similitudes son más vastas. En sus
obras, ambos fueron no sólo testigos, también creadores e inventores de
su tiempo pues impregnaron a la sociedad que describieron de una
sensibilidad que era la suya personal. En ambos, había una mirada que
sutilmente discriminaba, elegía, magnificaba y abolía lo real rehaciendo
subjetivamente aquello que aspiraba sólo a representar.
Pero, en tanto que a Goya le fascinaban los tipos humanos, cómo
lucían y qué hacían los hombres y mujeres de su entorno, Piranesi no
tenía mucha simpatía por sus semejantes. Secretamente, los despreciaba,
al menos como materia artística. Él privilegiaba las piedras y las
cosas, a las que infundía un poderoso
élan vital, en tanto que a los hombres en sus grabados los empequeñecía y condenaba a la condición de simples bultos o sombras anónimas.
Una de las originalidades de esta muestra, es cotejar, en la última
sala, ciertos edificios de la Roma antigua que Piranesi fijó en sus
grabados con las fotografías de esos mismos lugares tomadas en nuestros
días por Gabriele Basilio, un distinguido fotógrafo de temas
arquitectónicos. Son los mismos modelos y sin embargo se diría que una
esencia, un alma, un aura los separa, que está presente en los grabados y
ausente en las fotos, ese elemento añadido con que el gran artista
dieciochesco reconstruyó y adaptó a su propio mundo interior aquella
Roma que creía solamente rescatar.
Sus “prisiones” tienen un contenido simbólico que alude a las peores calamidades
Una leyenda pertinaz, que subsiste pese a todos los desmentidos de
biógrafos e historiadores, es que Piranesi realizó sus famosas “cárceles
inventadas” —apenas 16 placas que atravesarían los siglos con efectos
seminales sobre el arte y la literatura modernos— bajo el efecto de las
fiebres de la epidemia de cólera que en esa época asoló Roma. En verdad,
no necesitaba de enfermedades ni calenturas para desvariar: la
alucinación fue su manera cotidiana de mirar y, por supuesto, de crear.
Lo hizo de manera más discreta y solapada cuando grabó sus
Vedute (vistas) de la antigüedad. En sus cuatro
Caprichos y en sus
Carceri,
en cambio, operó de manera desembozada, como en un trance enloquecido,
y, por eso, sus contemporáneos no supieron reconocer la fuerza
convulsiva de esas imágenes pesadillescas, teatrales y angustiosas. Casi
nadie se interesó en ellas. Sólo la posteridad reconocería su hechicera
originalidad. Enormes recintos poblados de puentes, escaleras, columnas
que remiten a otros puentes, escaleras y columnas, monstruosos
aparatos, grúas, arietes, potros de tortura, cadenas, asfixiantes y
aterradores por su profundidad y su soledad, en la que lo humano se ha
reducido hasta la insignificancia y alejado, sobreviviendo apenas en los
rincones sombríos, como les ocurre a las alimañas más nocivas. Esas
prisiones tienen un contenido simbólico que alude a las peores
calamidades, empezando por la pérdida de la libertad. En ellas están
sugeridas todas las formas de la represión y la crueldad inventadas para
convertir la vida en un infierno y entronizar el reinado de la maldad
sobre la tierra. Es imposible no sentir un estremecimiento de horror al
contemplarlas. Por eso, se ha dicho de ellos con justicia que parecen
los escenarios ideales para las historias del Marqués de Sade.
Jacques Guillaume Legrand asegura que oyó decir a Piranesi alguna
vez: “Necesito ideas y creo que si me encargasen el proyecto de un nuevo
universo, un loco arrojo me empujaría a acometerlo”. Los biógrafos
discuten si pronunció esa frase atronadora e insolente o se la
atribuyeron. La verdad, no importa nada que la dijera o no, pues eso que
dicen que dijo es exactamente lo que hizo a lo largo de toda la obra
imperecedera que nos dejó.
© Mario Vargas Llosa, 2012.
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